Los endiablados
Pepo Irasusta y Pancho Arellano eran amigos de uña y carne, de cama y rancho.
De repente, el pueblo dio en decir que habían hecho pacto con el demonio; y hoy mismo, al hablar de ellos, los llama los Endiablados.
¿Por qué? Esto es lo que el relato popular va a explicarnos.
Entretanto, lector, si te ocurre dar un paseo por San Jerónimo de Ica, hasta las piedras te referirán lo que hoy, alterando nombres por razones que yo me sé, ofrece tema a mi péñola. Añadiré también, para poner fin al introito, que viven todavía en la ciudad de Valverde muchísimas personas que en el decenio de 1830 a 1840 conocieron y trataron a los héroes de esta conseja o sucedido.
I
[editar]Pancho Arellano era un indio cobrizo, que ganaba el pan de cada día, manejando una pala como peón caminero o mozo de labranza en un viñedo. El infeliz echaba los bofes trabajando de seis a seis para adquirir un salario de dos a tres pesetas e ir pasando la vida a tragos. Parecía destinado a nunca salir de pobre, pues ni siquiera había en él artimaña para constituirse jefe de club eleccionario, ni hígados para capitanear una montonera, cargos que suelen dejar el riñón cubierto.
Un día abandonó Arellano la lampa, y sin que nadie atinara a saber de dónde había sacado dinero, echose a dar plata sobre prendas con el interés judaico de veinticinco por ciento. Y fuele tan propiciamente, en oficio que requiere tener las entrañas de Caín y la socarronería de Judas, que, a poco hacer, se encontró rico como el más acaudalado del lugar.
En medio de su bienandanza, lo único que le cascabeleaba al antiguo patán era que el pueblo le negase el Don; pues grandes y pequeños, lo llamaban Ño Pancho el de la esquina.
-Esto no puede soportarse -se dijo una noche en que estaba desvelado-, es preciso que me reciba de caballero.
Y al efecto, empleó dos meses en preparativos para dar en su casa un gran sarao, al que invitó a todo lo más granado de la sociedad iqueña.
El usurero, picado por el demonche de la vanidad, desató los cordones de la bolsa, gastando algunos miles de pesos en muebles y farolerías que hizo traer de Lima. La fiesta fue de lo más espléndido que cabe. Digo bastante con decir que para asistir a ella emprendieron viaje desde la capital de la república un general, tres diputados a Congreso, el cónsul de su majestad Kamahameha IV, un canónigo, un poeta periodista y varias otras notabilidades.
Terminado el festejo, que duró ocho días, en los que Arellano echó la casa por la ventana para tratar a sus convidados a cuerpo de rey, quedó ejecutoriada su decencia, y todo títere empezó a llamarlo don Francisco. Era ya un caballero hecho y derecho, por mucho que los envidiosos de tan improvisada ascendencia le aplicarán la redondilla:
«¡Qué hinchado y qué fanfarrón
entre las ramas habita!
Pues sepan que fue pepita,
aunque ya lo ven melón».
Pasaban los años, aumentaba la riqueza de D. Francisco, y disfrutaba de la general consideración, que en este mundo bellaco alcanza a conquistarse todo el que tiene su pie de altar bien macizo.
Nadie paraba mientes en que el ricacho no cumplía ninguna de las prácticas de buen cristiano, y que lejos de eso, la daba de volteriano, hablando pestes del Papa y de los santos. Mas de la noche a la mañana se le vio confesar muy compungido en la iglesia de San Francisco, hacerse aplicar recios cordonazos por los frailes, beber cántaros de agua bendita y cubrirse el cuerpo de cilicios y escapularios.
Ítem, decía a grito herido que era muy gran pecador, y que el Malo estaba empeñado en llevárselo en cuerpo y alma.
De aquí sacaban en limpio las comadres de Ica, caminando de inducción en inducción, que Arellano para salir de pobre había hecho pacto con el diablo; y que estando para cumplirse el plazo, se le hacía muy cuesta arriba pagar la deuda.
Es testimonio unánime de los que asistieron a los funerales de don Francisco que en la caja mortuoria no había cadáver, porque el diablo cargó hasta con el envoltorio del alma.
II
[editar]Pepe Irasusta había sido un bravo militar que, cansado de la vida de cuartel colgó el chopo y se estableció en Ica. Aunque no vareaba la plata como su compadre y amigo Arellano, gozaba de cómoda medianía.
Por aquellos años, como hoy mismo, era fray Ramón Rojas (generalmente conocido por el padre Guatemala) la idolatría de los iqueños. Muerto en olor de santidad en julio de 1839, necesitaríamos escribir un libro para dar idea de sus ejemplares virtudes y de los infinitos milagros que le atribuyen.
Irasusta, que hacía alarde de no tener creencias religiosas, dijo un día en un corro de monos bravos y budingas:
-Desengañarse, amigos. Ese padre Guatemala es un cubiletero que los trae a ustedes embaucados hablándoles de la otra vida. Eso de que haya otro mundo es pampirolada; pues los hombres no pasamos de ser como los relojes, que rota la cuerda, ¡crac!, san se acabó.
-Otra cosa dirá usted, D. Pepe, cuando le ronque la olla, que más guapos que usted he visto en ese trance clamar por los auxilios de la iglesia -arguyó uno de los presentes.
-Pues sépase usted, mi amigo, que yo ni después de muerto quiero entrar en la iglesia -insistió Irasusta.
Era la noche del miércoles santo, e Irasusta se sintió repentinamente atacado de un cólico miserere tan violento que, cuando llegó a su lecho el físico para propinarle alguna droga, se encontró con que nuestro hombre había cesado de resollar.
No permitiendo el ritual que en jueves ni viernes santo se celebren funerales de cuerpo presente, ni siendo posible soportar la descomposición del cadáver, resolvieron los deudos darle inmediata sepultura en el panteón.
Así quedó cumplida la voluntad del que, ni después de muerto, quería entrar en la casa de Dios.
Pocos días después, en la iglesia de San Francisco y con crecida concurrencia de amigos celebrábanse honras fúnebres por el finado Irasusta.
En el centro de la iglesia y sobre una cortina negra leíase en grandes letras cortadas de un pedazo de género blanco:
En los momentos en que el sacerdote oficiante iba a consagrar la Hostia divina, desprendiose un cirio de la cornisa del templo e incendió la cortina. Los sacristanes y monagos se lanzaron presurosos a impedir que se propagase el fuego; pero a pesar de su actividad, no alcanzaron a evitar que gran parte de la cortina fuese devorada.
Cuando se desvaneció el peligro, todos los concurrentes se fijaron en la cortina y vieron con terror que las llamas habían consumido las seis primeras letras de la inscripción, respetando las que forman esta palabra:
Aquí asustado el cronista, tanto como los espectadores, suelta la pluma, dejando al lector en libertad de hacer a sus anchas los comentarios que su religiosidad le inspire.
(1870)