Los mosquitos de Santa Rosa
Cruel enemigo es el zancudo o mosquito de trompetilla, cuando le viene en antojo revolotear en torno de nuestra almohada, haciendo imposible el sueño con su incansable musiquería. ¿Qué reposo para leer ni para escribir tendrá un cristiano si en lo mejor de la lectura o cuando se halla absorbido por los conceptos que del cerebro traslada al papel, se siente interrumpido por el impertinente animalejo? No hay más que cerrar el libro o arrojar la pluma, y coger el plumerillo o abanico para ahuyentar al mal criado.
Creo que una nube de zancados es capaz de acabar con la paciencia de un santo, aunque sea más cachazudo que Job, y hacerlo renegar como un poseído.
Por eso mi paisana Santa Rosa, tan valiente para mortificarse y soportar dolores físicos, halló que tormento superior a sus fuerzas morales era el de sufrir, sin refunfuño, las picadas y la orquesta de los alados musiquines.
Y ahí va, a guisa de tradición, lo que sobre tema tal refiere uno de los biógrafos de la santa limeña.
Sabido es que en la casa en que nació y murió la Rosa de Lima hubo un espacioso huerto, en el cual edificó la santa una ermita u oratorio destinado al recogimiento y penitencia. Los pequeños pantanos que las aguas de regadío forman, son criaderos de miriadas de mosquitos, y como la santa no podía pedir a su Divino esposo que, en obsequio de ella, alterase las leyes de la naturaleza, optó por parlamentar con los mosquitos. Así decía:
-Cuando me vine a habitar esta ermita, hicimos pleito homenaje los mosquitos y yo: yo, de que no los molestaría, y ellos, de que no me picarían ni harían ruido.
Y el pacto se cumplió por ambas partes, como no se cumplen... ni los pactos politiqueros.
Aun cuando penetraban por la puerta y ventanilla de la ermita, los bullangueritos y lanceteros guardaban compostura hasta que con el alba, al levantarse la santa, les decía:
-¡Ea, amiguitos, id a alabar a Dios!
Y empezaba un concierto de trompetillas, que sólo terminaba cuando Rosa les decía:
-Ya está bien, amiguitos: ahora vayan a buscar su alimento.
Y los obedientes sucsorios se esparcían por el huerto.
Ya al anochecer los convocaba, diciéndoles:
-Bueno será, amiguitos, alabar conmigo al Señor que los ha sustentado hoy.
Y repetíase el matinal concierto, hasta que la bienaventurada decía:
-A recogerse, amigos, formalitos y sin hacer bulla.
Eso se llama buena educación, y no la que da mi mujer a nuestros nenes, que se le insubordinan y forman algazara cuando los manda a la cama.
No obstante, parece que alguna vez se olvidó la santa de dar orden de buen comportamiento a sus súbditos; porque habiendo ido a visitarla en la ermita una beata llamada Catalina, los mosquitos se cebaron en ella. La Catalina, que no aguantaba pulgas, dio una manotada y aplastó un mosquito.
-¿Qué haces, hermana? -dijo la santa-. ¿Mis compañeros me matas de esa manera?
-Enemigos mortales que no compañeros, dijera yo -replicó la beata-. ¡Mira éste cómo se había cebado en mi sangre, y lo gordo que se había puesto!
-Déjalos vivir, hermana: no me mates ninguno de estos pobrecitos, que te ofrezco no volverán a picarte, sino que tendrán contigo la misma paz y amistad que conmigo tienen.
Y ello fue que, en lo sucesivo, no hubo zancudo que se le atreviera a Catalina.
También la santa en una ocasión supo valerse de sus amiguitos para castigar los remilgos de Frasquita Montoya, beata de la Orden Tercera, que se resistía a acortarse a la ermita, por miedo de que la picasen los jenjenes.
-Pues tres te han de picar ahora -le dijo Rosa-, uno en nombre del Padre, otro en nombre del Hijo y otro en nombre del Espíritu Santo.
Y simultáneamente sintió la Montoya en el rostro el aguijón de tres mosquitos.
Y comprobando el dominio que tenía Rosa sobre los bichos y animales domésticos, refiere el cronista Meléndez que la madre de nuestra santa criaba con mucho mimo un gallito que, por lo extraño y hermoso de la pluma, era la delicia de la casa. Enfermó el animal y postrose de manera que la dueña dijo:
-Si no mejora, habrá que matarlo para comerlo guisado.
Entonces Rosa cogió el ave enferma, y acariciándola, dijo:
-Pollito mío, canta de prisa; pues si no cantas te guisa.
Y el pollito sacudió las alas, encrespó la pluma, y muy regocijado soltó un
¡Quiquiriquí!
(¡Qué buen escape el que di!)
¡Quiquiricuando!
(Ya voy, que me están peinando).